Entre sombras y susurros
Hay noches que empiezan de forma anodina y, sin saber muy bien cómo, terminan dejando una marca. La mía empezó igual que tantas otras: la pantalla del ordenador encendida, el escritorio lleno de papeles y esa sensación molesta de que las ideas se niegan a aparecer. Había pasado horas intentando escribir algo que mereciera la pena, pero lo único que conseguía era mirar la misma frase una y otra vez.
Fue entonces cuando lo noté.
En la pared, justo encima de la estantería, algo se movió. No era la luz de los coches de la calle ni el reflejo de la pantalla: lo supe al instante. Aquella sombra parecía tener vida propia, como si respirara. No se deslizaba; avanzaba despacio, tanteando cada centímetro.
Me quedé quieto. No por miedo —o no solo por eso— sino por una extraña familiaridad. Como si la sombra llevara tiempo buscándome y, por fin, me hubiera encontrado.
La habitación estaba tan en silencio que pude oír mi propia respiración. La sombra se detuvo. Fue una acción casi imperceptible pero bastó para que sintiera que me observaba.
—¿Qué quieres? —murmuré, sin la menor expectativa de obtener respuesta.
Y sin embargo, hubo una.
No fue un sonido, sino un cambio invisible en el ambiente. Una corriente fría se coló por el cuarto y la sombra se encogió, estrechándose hasta parecer un hilo oscuro. Luego volvió a expandirse, como si tratara de hacerse comprender.
No sé por qué, pero entendí que quería mostrarme algo.
Volví a sentarme. El papel en blanco parecía esperar. La sombra se acercó al borde del escritorio. Tomé el bolígrafo y dejé que la mano se moviera sola.
Las frases empezaron a surgir sin esfuerzo, como si hubieran estado represadas y por fin encontraran salida. La sombra no dictaba nada; no era una voz guiándome ni una visión extraña. Era, más bien, una presencia que recordaba. Que sabía. Que me empujaba a recuperar una historia que, en algún momento, olvidé haber querido contar.
Cuando levanté la vista, la sombra seguía allí, pero algo había cambiado. Parecía más tranquila. Permaneció un momento inmóvil, observando lo escrito. Luego, sin dramatismos, comenzó a deshacerse.
Primero se volvió tenue. Después, casi transparente. Y finalmente desapareció, como si nunca hubiera estado.
El silencio volvió a ocuparlo todo. Comprendí entonces que algunas sombras no vienen a inquietarnos, sino a recordarnos que las historias siguen vivas aunque nosotros las dejemos dormir. Solo necesitan que, de vez en cuando, alguien les preste atención.