El origen del pensamiento: relato filosófico sobre la identidad humana
En la frontera más remota del Reino de Lúmina, donde los bosques se volvían tan densos que parecía que la luz debía abrirse paso a golpes para atravesarlos, existía una aldea que no aparecía en ningún mapa. Sus habitantes la llamaban Aravén, un lugar donde el tiempo no transcurría como en el resto del mundo. Allí, cada persona nacía con una pregunta inscrita en su mente, una duda tan íntima que nadie la compartía con nadie. Se decía que cada individuo debía encontrar la respuesta por sí mismo antes de morir, pues solo así su espíritu podía descansar.
Entre los habitantes de Aravén vivía Leris, un joven que había crecido con un anhelo extraño: comprender el origen del pensamiento. No quería saber quién lo había creado, ni de dónde venía el mundo, ni por qué el sol seguía saliendo incluso en los días donde nadie lo esperaba. Su obsesión era distinta: ¿Qué parte de mí piensa cuando creo estar pensando?
Leris era conocido por sus largas caminatas nocturnas. Mientras el resto de la aldea dormía, él recorría los senderos del bosque buscando algo que pudiera convencerlo de que la mente humana no era un laberinto sin salida. Su abuela, la mujer que lo había criado, solía advertirle: “La búsqueda del origen de la mente no siempre conduce a la claridad, hijo… a veces conduce al enfrentamiento con aquello que no querías conocer.”
Una noche especialmente fría, con el cielo tan despejado que las estrellas parecían heridas abiertas en la oscuridad, Leris decidió aventurarse más allá del límite que marcaban las raíces gigantes de un roble legendario. Los ancianos decían que nadie debía cruzarlo, pues ese árbol señalaba la frontera entre el mundo visible y el lugar donde las almas se desnudaban de toda pretensión. Leris nunca había creído en supersticiones, pero algo en su interior, esa misma fuerza que le hacía formular preguntas imposibles, lo empujó a hacerlo.
El bosque, a partir del roble, parecía pertenecer a otro mundo. Las hojas parecían estar talladas en cristal, y al pisarlas producían un leve tintineo y los troncos estaban retorcidos como si hubiesen intentado huir de algo.
Tras caminar durante horas, Leris llegó a un claro circular iluminado por una luz que no provenía de ninguna parte. En el centro había una figura sentada sobre una piedra lisa. No tenía rostro, ni forma definida; era como si estuviera hecha de sombras, como si cada parte de su cuerpo fuese un pensamiento intentando tomar forma.
Cuando Leris intentó hablar, la figura se levantó. No caminó hacia él; simplemente apareció frente a sus ojos, como si hubiese doblado el espacio a su antojo. Y entonces, sin boca y sin voz, le habló directamente en la mente.
—Has venido buscando aquello que no puede encontrarse —dijo la figura—. Y sin embargo, aquí estás.
Leris sintió que sus piernas temblaban. Aquello no era humano, ni animal.
—Quiero saber —respondió con esfuerzo— qué parte de mí piensa cuando creo estar pensando. ¿De dónde nace la chispa que me hace ser consciente de mí mismo?
La figura inclinó su cabeza sin forma, como si apreciara la audacia de la pregunta.
—No buscas conocimiento —replicó—. Buscas control. El origen de la mente no es un lugar que se pueda visitar, ni un mecanismo que pueda desarmarse. Es un espejo tallado con fragmentos de todo lo que eres, y también de todo lo que nunca fuiste.
Leris frunció el ceño, confundido.
—No entiendo…
La figura extendió algo parecido a un brazo y tocó la frente del joven. El claro desapareció. El bosque también. Leris cayó en un vacío sin dirección ni sonido. Allí vio imágenes que no eran recuerdos, pero tampoco sueños. Se vio a sí mismo multiplicado en miles de versiones: algunas silenciosas, otras furiosas, otras temerosas. Cada una pensaba diferente, sentía diferente, reaccionaba diferente.
—Cada pensamiento que has tenido —dijo la voz en su mente— no te pertenece del todo. Es el resultado de quienes te rodearon, de lo que viste, de lo que ignoraste, de lo que deseaste sin saberlo. No existe un único “tú” que piense. Existen incontables versiones intentando, a cada instante, ganar un lugar en tu conciencia.
Las versiones de sí mismo comenzaron a pelear unas con otras, no con violencia, sino con argumentos, emociones, recuerdos inventados y posibilidades nunca vividas. El vacío se volvió un océano de “yoes” que reclamaban autenticidad.
—Entonces… ¿quién soy yo? —preguntó Leris, con la desesperación ahogándolo.
La figura apareció de nuevo, esta vez como una forma completamente quieta.
—Eres quien decide entre ese tumulto. Eres la elección que haces en ese instante donde todos los posibles tú luchan por existir. La chispa que buscas no es un origen… es una decisión.
De pronto, el bosque regresó. El claro también. Leris estaba de rodillas, jadeando como si hubiese corrido durante horas.
—No vuelvas a buscarme —advirtió—. Ya has recibido lo que necesitabas, aunque no sea lo que querías. Ahora regresa a tu mundo y aprende a escuchar a todos los que eres.
Y la figura se desvaneció.
Leris caminó de vuelta a la aldea sin sentir el cansancio, sin miedo a la oscuridad. Había encontrado una respuesta, aunque incompleta. Pero entendió que tal vez ninguna respuesta debía ser absoluta. Quizá el origen del pensamiento no era un punto de partida, sino un espacio donde convivían todas las posibilidades de uno mismo.
A partir de entonces, dejó de luchar contra sus dudas y empezó a convivir con ellas como si fueran sombras que lo acompañaban, no enemigos que debía derrotar. Y aunque la gente de Aravén nunca supo qué encontró más allá del roble, cada vez que lo veían pasar, notaban en sus ojos una calma inquietante, como si hubiera visto algo que ningún ser humano debería ver, pero que todos, de algún modo, llevaban dentro.